En el marco del espacio de SADE Filial Santo Tomé en Santoto Digital, todos los jueves, a continuación se comparten los escritos «Septiembre», de Alejandro Domenicone, y «Secretos de Antaño», de Marta Berciano.
SEPTIEMBRE
Pintado de colores y esperanzas
engalanado de verdes y carmines
ilusiones en el setiembre que se afianza
que derrocha aroma de jazmines.
Alborozadas gardenias y juveniles,
danzan al son del renacer,
y al tic-tac del mecer los alhelíes
fluye el perfume de mujer.
Fresias, camelias y lavandas,
las humildes violetas y los lirios,
claveles, celindas y las dalias,
despiertan al destello del delirio.
Alegres Santa Ritas me sonríen
y las calas se inclinan reverentes,
aguardando que todas se atavíen
para recibir al mes de lo viviente.
Madreselvas, marimoñas glamurosas,
dan los pájaros melodías celestiales,
a malvones, margaritas y las rosas,
con el canto cautivante de zorzales.
El hermoso contorno de jacintos,
son parte de la vista de este sueño,
alumbrando los gladiolos variopintos
a las hortensias de tono marfileño.
La belleza del instante que vivimos,
nos envuelve en un halo de ternura,
de cuyos cielos volamos y crecimos
con las pausas embriagadas de dulzura.
Sorprendido y solazado por natura,
el paisaje que es convite se apodera
de la magia que es toda esta pintura,
del setiembre de luz… y primavera.
Alejandro Domenicone
SECRETOS DE ANTAÑO
Cada uno de los instantes arriban y giran de prisa, en esa forma cíclica con la que la mayoría de los humanos recorremos la vida, sin detenernos mucho a pensar en lo que está aconteciendo.
Los unos y los otros se exponen, cada quien, con sus historias, sus grises, sus porque si y porque no, caminando, atropellando, y sin detenerse… pareciera que el modo exclusivo de ser es no pensar ni creer.
¿Y si todo pudiera ser de otra manera…?… quizás naturalizando la diferencia, quizás… ¿cambiaría la vida de la gente?
Y así era y es el padre de Julián, sin preguntas, sin detenerse, recorriendo como anónimo su biografía, su propia vida, como casi sin nombre propio.
Parece apacible, manso, dócil, impenetrable. Parece.
Sin embargo, el que conocía algo de su historia se percataba de que sólo era una nostálgica visión sin proyectos, aunque igualmente presente en la urdimbre de la ciudad.
Había nacido en una casa de aspecto grande a juzgar por el inmenso portal de entrada y las enormes verjas que rodeaban el jardín hasta llegar a la puerta de acceso. Muchos eran los ventanales y, por lógica, nada faltaba en la estructura que llamaba la atención.
Como si fuera poco el aspecto imponente de la fachada, la envolvía también ese halo de misterio y majestuosidad que impregnan los hogares de los que supuestamente tienen más que uno.
Yo corría de pequeña por esos rincones y espacios. Disfrutaba del pavoneo verdoso del jardín, del señorío de las verjas y quedaba extasiada ante la suntuosidad de las habitaciones con su mobiliario impecablemente oscuro y limpio.
De todas ellas, era el escritorio, dominio del hombre, el que atrapaba la mirada. Traspasando la puerta, casi siempre cerrada, se podía descubrir una solemne biblioteca que, para mis ojos de entonces, cobraba magnitudes
descomunales. En aquel tiempo desconocía que a veces los libros se adquieren solo porque se puede, pero que no se abren porque no interesan sus significados y que no hace falta entonces leerlos.
Creía además en la intemporalidad de las enseñanzas, por lo que ese lugar era fascinante para mí, tanto por mi imposibilidad de acceder a ellos como por la curiosidad que invariablemente me despertaban.
Fue entonces cuando comencé a sospechar que podría revalidar eso de que lo que se muestra es lo que somos. Estaba segura de que Julián no pretendía abrir la magistral colección de pensadores que convivían en ese mueble, pero que
en la simpleza desprejuiciada que se tiene hacia lo que no interesa, cedería gustoso a la posibilidad de que pudiera hacerlo cualquier otro.
Yo mantenía la mente y mis ganas en una intención pasivamente alerta, no admitía censuras que pudieran obstaculizarme lo que pretendía. A cualquier precio quería hurgar, elegir, sentir como propio lo impropio, lo ajeno, lo que es de los otros. En verdad, no tan de otro, inventaba. Era la casa de Julián, del padre de Julián, y era mi amigo.
Muchas veces trasponía ese enorme portón, sin reparar jamás en umbrales, cerraduras, mayólicas, granitos o cosa alguna. Era como si ese tránsito fuera cuestión de rutina y que me permitía acceder a otro mundo.
El hall olía a frescura de cuidados, de manos de mujer que anhelan ese bienestar que sólo se permite cuando nada es olvidado; la totalidad de los detalles impregnaba de luminosa dignidad el ámbito de inicio hacia lo que se
presuponía soberbio.
Fue un día cualquiera, el señalado por el destino, como el que dice que ahora es el instante en que puede ocurrir algo.
Durante el transcurrir de las horas me sentía como en acecho, con desasosiego y fastidiada. No había hecho nada irreprochable y ya sentía crecer en mi interior vestigios de culpabilidad.
Sin embargo, presentía que aquel iba a ser el día y lo fue, a pesar de la inexperiencia, sólo pura audacia. Estaba decidida a que dejaría de ser una espectadora distante, solitaria y anhelante para escudriñar, para olfatear, para
invadir.
Entré a la casona y enseguida distinguí la escalera del costado, la que conducía al destino que perseguía. Sabía que al final de esta reconocería mis ganas, los libros del padre, lo que se guardaba detrás de la puerta casi siempre cerrada.
Caminaba sigilosamente pretendiendo creer que si me descubrían no iba a ser interpretada mi acción fatídicamente…era la amiga de Julián.
Y llegué…y entré…y avasallé…
Recorrí con mi mano cada uno de los lomos de libros de los estantes sin atreverme a desordenar nada. Pero sentía que esa circunstancia me dominaba, que era más fuerte mi deseo que mi miedo. Entonces comencé lentamente a
hojear los que estaban ubicados en la parte inferior. Uno a uno, y colocándolos nuevamente en el lugar en donde estaban.
No hizo falta que pasara mucho tiempo; al instante de tomar el que estaba muy alto para mi estatura y mi comprensión pude aferrar en mis manos la ramita roja y el papel ya algo amarillento. El contorno de las tres hojas
permanecía impecablemente seco. La belleza de lo que giraba en la mano se introducía en mi alma con la calidez que producen las cosas pequeñas y que encierran algún significado mayúsculo.
Y fue entonces cuando comencé a percibir cómo un frío paralizante me recorría.
Reconocía la letra del papel amarillento como familiar a los ojos y a los sentimientos. Decía simplemente “para siempre”.
Fue entonces cuando levanté la vista, y a través del espejo que abarcaba buena parte de la pared del fondo, divisé la miranda angustiada, penetrante, del padre de Julián.
Se acercó, y sin mediar palabra, tomó papel y rama, y con pausada simpleza guardó sus cosas, en el mismo lugar, en el lugar donde habían sido guardadas durante tanto tiempo. Quizás para siempre. Me acarició la cabeza y se fue.
Hice lo mismo.
Desde entonces reconozco la penetrante melancolía de los ojos de mi madre, cada vez que no sabía dónde iba su mirada al instante de perderse.
Desde entonces reconozco aquel árbol como el elegido de ese hombre para detenerse a su sombra.
Desde entonces no concedo idéntico sentido a la intemporalidad de las enseñanzas que sellan que uno es lo que se ve.
Uno es, además, lo que no se ve, lo profundo, la tonalidad de gris más absoluta.
Marta Berciano
Cabe recordar que la SADE Filial Santo Tomé fue fundada el 27 de marzo del año 2004, cuya actual Comisión Directiva está conformada de la siguiente manera:
Presidente: Marilyn Jullier
Secretaria: Hilda Bisinella
Vocales: Elisa Romero Jobson. Américo Revelli Monje. Ma. Alejandra Villarreal. Carlos Fumero.